jueves, 4 de julio de 2013

Échale la culpa a Río

Por Lemay Padrón Oliveros

Río de Janeiro.- Nadie con un mínimo afán aventurero y vocación de turista puede dejar a esta ciudad fuera de su itinerario de lujo.
   En el caso de mi generación y la inmediatamente anterior quizás la primera referencia a la Ciudad Maravillosa fue una mediocre película de Hollywood titulada Échale la culpa a Río.
   Esa de cuando Demi Moore era solamente la amiga de la protagonista y no estaba ni remotamente cerca del superestrellato que alcanzaría gracias a Ghost, ese clásico del cine romántico contemporáneo.
   Los años pasaron y la capital carioca fue convirtiéndose ante mis ojos en un lugar al que tendría que ir sí o sí, y por mi profesión algo me decía que tarde o temprano lo lograría.
   Llegué a esta geografía donde el sol se pone a las cinco de la tarde con gran ilusión, pero la inflación y las protestas populares empañaron mi idílica imagen.
   Los exorbitantes precios, que hacen de esta una de las ciudades más caras del mundo, pueden complicar a Brasil en su afán de hacer un buen Mundial de fútbol en 2014 y unos buenos Juegos Olímpicos en 2016.
   Además de encarecer vuelos, alojamientos y movilidad interna (léase metro, autobuses y taxis), crece el clima de inconformidad popular que ya tuvo su primer estallido con la Copa Confederaciones, y no se ha apagado.
   Adquirir cualquier producto aquí es peor que hacerlo en Europa, y ni siquiera se encuentran cambios significativos al buscar un barrio periférico; es sencillamente traumatizante para quien viene con el bolsillo corto.
   Lo que sí no tiene precio es el calor de su gente, tan amistosa que me hizo sentir como si no hubiera abandonado las cálidas aguas del Caribe para aterrizar en una urbe que va de lleno hacia el invierno.
   Desde el que te encuentra en la calle y te ayuda a encontrar una dirección, hasta el funcionario público y la chica que agradece un piropo, todos son adorables.
   Por cierto, las chicas no andan en topless en Copacabana como en aquella película, pero igual resultan insoslayables por su belleza.
  Así es muy difícil no encariñarse con esta gigantesca metrópoli. En fin, ¿a quién voy a engañar? La culpa no es de Río, sino mía.

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